Episodio 21. Dudas.

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Manipuló con cuidado la cubierta protectora y retiró el embellecedor a un lado utilizando unas pinzas plastificadas. La estancia era fría y algo lóbrega incluso con todas las luces del techo encendidas. Pero cumplía con su objetivo principal: estaba alejado de cualquier núcleo de concentración humana en varias plantas a la redonda. El complejo de Longshot era un enorme entramado laberíntico de túneles y salas ultra secretas excavado en el subsuelo; aunque a Doc siempre le resultaba gracioso e irónico que cada pocos metros hubiera un cartel que indicaba dónde estaba la salida de emergencia más cercana.

Era un momento delicado y volvió a concentrarse en la tarea. Cogió aire y cruzó los dedos mentalmente. No sabía qué le depararía aquella acción, pero tampoco quería pensar mucho en ello, simplemente retiró la capa de aluminio que recubría el núcleo y apretó los dientes. Un potente chorro de luz brotó del interior como si fuera un faro marino en mitad de una oscura noche cegándole momentáneamente. Entornó los ojos intentando evitar que aquella luz punzara sus pupilas como si fueran agujas y tras unos instantes luchando contra la ceguera contempló admirado el interior de su placa.

Sobre la mesa de estudio la insignia estrellada yacía descubierta exhibiendo orgullosa sus maravillas ocultas tras varias capas de aleaciones. Un intrincado, complejo, indescifrable y maravilloso entramado de microchips y microcomponentes orquestaban aquel aparato que potenciaba las capacidades de los implantados. En mitad de aquella maraña de tecnología, se situaba un material desconocido para Doc. Se trataba de la fuente que emitía aquella poderosa luz que iluminaba la estancia con destellos naranjas y azules. Doc estaba seguro de una sola cosa: aquel componente no provenía de la Tierra.

Se rascó la barbilla y pasó inconscientemente repetidas veces el pulgar por su bigote. Echó un vistazo a la pantalla de su tableta de datos y observó mientras la pantalla se llenaba de datos. Al otro lado de la placa, su contenedor de programas estaba abierto y Pixel y Tripware iban y venían en un incansable tránsito entre el interior de la placa y el rombo holográfico del contenedor. Doc no podía activar su implante, pero aquello no significaba que estuviese impedido para hacer aquello que más le gustaba en el mundo: destripar cosas.

La conciencia era la extensión inconsciente de la responsabilidad y, aunque trató de no hacerlo, evaluó durante un segundo las consecuencias de sus actos: sabía que más o menos había incumplido algo así como unos cien puntos de su inflexible, tajante, vinculante y secreto contrato de confidencialidad. Probablemente le acusarían de espionaje y traición. Sobrevolaba un más que evidente despido, previa degradación de rango y, muy probablemente, una larga estancia en una fría celda en algún lugar de Europa.

Pero le pudo la curiosidad. Desde que había sido implantado, su cuerpo no se comportaba con normalidad, sobre todo su cerebro. No pasaba un día sin que la preocupación aumentara. Era su deber asimilar cierto grado de peligro, porque su trabajo era peligroso, pero quería o más bien necesitaba conocer todos los factores para evaluar correctamente la situación para poder saber a qué se enfrentaba. Y a raíz de los resultados, tomaría una decisión u otra. Pero andar a ciegas le inquietaba. No tener información le devoraba los nervios. Recibir excusas o respuestas vagas le sacaba de quicio. Algo andaba mal y no iba a dejarlo pasar.

Durante lo que el doctor Q-Ball denominaba «periodo de trance», es decir, mientras el implante estaba activo, el cerebro del implantado asimilaba las capacidades deseadas y las potenciaba hasta límites todavía desconocidos. Lo que Q-Ball no advirtió a nadie era que el cerebro de Doc trascendería su funcionamiento basado en ideas abstractas y en su lugar revestiría el mundo con simples ceros y unos que definirían la realidad y sumergirían a su consciencia en un mundo virtual no dimensional inabarcable en el que cada molécula era un pulso eléctrico con información infinita en su interior, con trillones de núcleos centrales orquestando los ritmos pluscuamcuánticos que definían todas y cada una de las actividades que regían aquello que los físicos habían tratado de discernir a través de la matemática. Un mundo imposible de asimilar por la cordura de alguien nacido en la Tierra; en este caso en Jamaica, para ser exactos. Doc lo llamaba «el velo». El velo que separaba el mundo real del mundo virtual. Hasta ahora había podido controlar su paseo entre ambos mundos, pero en su interior una vocecilla grave y molesta le impulsaba a sumergirse a mayor profundidad con cada nuevo uso de su implante. Doc sentía el vértigo frío y eléctrico de asomarse al precipicio. El abismo se abría y percibía el rumor encantador que el negro fondo abismal canturreaba con dulces voces corales. Doc flaqueaba con cada salto al velo y no sabía cuánto iba a poder resistir.

A Doc le preocupaba aquel precipicio. A Doc le preocupaba dejarse llevar. Cada vez que usaba su implante tenía menos voluntad para regresar a la realidad. El único cordón umbilical que le mantenía unido a la realidad era la batería del implante. Cada uno de los implantes funcionaba con una especie de pila recargable. Sin ella, no podían usarse los potenciadores implantados; o eso creían en Longshot porque Doc ya había visto algún ejemplo de situaciones que ponían en duda semejante afirmación.

Estaba asustado y le helaba la sangre pensar en que ninguno de los otros implantados reconociera aquella sensación. Tal vez él fuera el único que la tuviera, pero no lo creía posible. Incluso Niko parecía distante y poco comunicativa cuando Doc se atrevía a mostrar sus dudas y reflexiones sobre aquel aspecto. De hecho, Niko no parecía la misma mujer decidida y centrada que era su amiga y confidente. Parecía otra, y no sabía muy bien cómo definirla, pero definitivamente era otra.

Miró de nuevo la pantalla de su tableta. Cambió de procedimiento y asintió. Regresó a la cascada de datos. Tripwar y Pixel trabajan incansablemente mapeando aquel aparato. Pronto aparecieron los incómodos vacíos en el trazado y Doc los atribuyó a aquel extraño elemento brillante.

Intentó leer atentamente la combinación progresiva de la programación y alinear las líneas de comandos individualmente para definir un significado a la orden mandatoria que había quedado sin mapear —algo así como traducir la página de un libro en un idioma en particular y tratar de encontrar el significado de alguna palabra por el contexto de la frase—, pero no tuvo suerte en sus primero intentos y rápidamente se dio por vencido. Se limitó a observar mientras el mapeo crecía en la pantalla de la tableta.

Volvió a mesarse el bigote y reflexionó acerca de los próximos pasos que seguir para meterle mano a aquel aparato.

Cambió de procedimiento en la pantalla y observó las imágenes. Sonrió.

Al cabo de un rato ordenó a Tripware y a Pixel que regresaran al contenedor. Lo cerró con rapidez y recolocó la cubierta y el embellecedor a la placa. La decisión de detenerse la tomó porque creía posible que su placa tuviera algún dispositivo de alarma ante una posible manipulación. Sabía que incluso los programas más modernos requerían de varios minutos antes de que saltaran las alarmas y por ello decidió que debía trabajar en intervalos de unos cinco minutos para evitarlos. Aquello le iba a suponer una enorme cantidad de tiempo, pero no veía la necesidad de acelerar las cosas. Tenía la impresión de que con lo que había extraído hasta ahora iba a tener más que suficiente para entretenerse.

Pensó en cómo atacar el implante. Aquello sería un reto distinto, probablemente doloroso. Muy doloroso. Suspiró.

Miró las imágenes de la tableta de datos. Sonrió.

Justo en aquel momento se abrieron las compuertas de la sala. Doc llevó la mano hasta la empuñadura de su revólver. Permaneció quieto en el sitio, mirando a la puerta intrigado esperando a que alguien cruzara la puerta. Fuera quien fuera, había desbloqueado la cerradura de seguridad sin ningún esfuerzo.

Por el umbral de la puerta entró el soporte vital flotante que portaba los restos biológicos funcionales del Doctor Nagata. Doc no soltó la empuñadura de su arma mientras esbozó una sonrisa al doctor.

Las puertas se cerraron emitiendo un siseo detrás de Nagata y el aparato vital metálico flotó despacio por la estancia hasta llegar al otro lado de la mesa tras la que se sentaba Doc Hartford.

—Buenas tardes, Doctor —saludó el ranger hablando entre sus dientes—. Me alegra que una puerta cerrada no le impida pasar a saludarme.

—Yo diseñé este lugar —replicó el doctor—. Nada me impide moverme con libertad.

—¿Ni siquiera un poco de intimidad?

—Dudo que necesite intimidad en un laboratorio de Longshot.

—No sé qué decirle. Hay mucha científica guapísima por aquí. ¿Quién sabe lo que harían con una cuerpo como el mío para investigar?

—¡Déjese de bajezas! Y relaje sus instintos más animales, ranger —la voz del altavoz era especialmente desagradable, como si hubiera modificado la frecuencia intencionadamente para causar molestia.

—¿Qué puedo hacer por usted, buen doctor?

Doc relajó la postura y levantó la mano que antes empuñaba su pistola. Cruzó los dedos de las manos y las apoyó sobre su placa.

—Quiero que trabaje para mí —Negata había modificado de nuevo su voz y brotó más natural y agradable.

—Siento ser yo quien se lo diga, pero es que ya trabajo para usted. Indirectamente, claro.

—No sea impertinente, joven.

—Pues usted dirá.

El artefacto vital de Nagata inició una marcha errática por la estancia, salvando algún taburete disperso y recorriendo los pasillos entre las mesas como si estuviera buscando algo en particular. Doc observó el movimiento de la máquina alrededor de la estancia con mucha atención. Algo en su interior le empujaba a sentir de nuevo el tacto de su revólver. No tenía muy claro qué tipo de amenaza suponía aquel destartalado aparato que contenía los restos prácticamente fosilizados de un científico vetusto y caído en el olvido, pero algo le empujaba a buscar alternativas ante un inminente ataque. Mientras el doctor se paseaba en silencio, colocó su insignia sobre su pecho y recogió su contenedor de programas.

—En aulas como esta he escuchado las mayores tonterías de mi vida —dijo al fin el doctor Nagata.

—¿Ya no las escucha? Qué suerte tiene.

Estaba algo nervioso. Dudaba de si el doctor había sido atraído por su pequeño acto de piratería sobre su placa. Sabía que Nagata había intervenido en la manufactura de los implantes, pero no tenía muy claro hasta qué punto estaba involucrado. Se preguntó si aquello se convertiría pronto en un interrogatorio. De repente se imaginó a sí mismo deambulando por las calles sin empleo y agarrando una botella de licor de avena. Intentó borrar de su mente aquella dantesca imagen.

—Soy el mayor genio que ha dado la humanidad, ¿sabe?

—Y humilde, doctor. Sobre todo, usted es humilde. Si no me necesita, me tengo que marchar. Me esperan en otro sitio—dijo Doc levantándose de la silla.

—Un momento, por favor. Siéntese.

Doc regresó a su asiento y suspiró profundamente. Notó que un poco de sudor bañaba su frente. Aquella botella de líquido verde con el cerebro de Nagata le ponía muy nervioso. Era una sensación incontrolable y casi ilógica de miedo primitivo. Con el mero tono de su voz chirriante era capaz de anular cualquier conversación o crítica hacia su ser, y su capacidad innata para ser prácticamente un psicópata social le convertía en la peor de las compañías para estar a solas con él en una habitación. Doc le sonrió.

—Los implantes no funcionan correctamente —soltó el doctor para sorpresa del ranger.

—No debería comenzar diciendo algo así como «es pronto para saberlo, pero»; «todavía no es seguro, pero»; «no queremos precipitarnos, pero».

—Vuestra muerte es más que probable. Una larga exposición a la radiación que emana el implante causará vuestro fin, y probablemente os volváis locos durante el proceso.

—Está exagerando, ¿verdad?

—No sé qué es eso. Le digo lo que revelan mis datos.

—Vale, ya he caído. Esto es alguna broma, ¿verdad? Queréis ver cómo me cago encima de miedo y luego todos entráis por la puerta y os vais a reír durante días de mí. Venga, muy gracioso. Entrad para que yo también pueda reírme —dijo Doc elevando la voz hacia el vacío infinito que había al otro lado de la puerta—. En realidad usted no es Nagata. Seguro que eres el puñetero Zozo. Vamos, sal de ahí, maldito kiwi.

—¿Ha acabado, patrullero?

Doc torció el gesto y se quedó mudo delante del cuerpo flotante del doctor. Agachó la cabeza y suspiró.

—¿Qué vamos a hacer al respecto? ¿Cuándo pasamos por quirófano para quitarnos estas cosas?

—No vamos a hacer nada. No me interesa nada de lo que le he contado.

—¿Perdón?

—Que esta evidencia no es lo verdaderamente relevante. Lo que quiero y lo que necesito de usted es que trabaje para mí durante los próximos acontecimientos.

—Oiga, ¿se ha vuelto loco?

—Inestable, quizá. Soy un genio envuelto en un sarcófago flotante.

—¡Ahora mismo exijo una reunión con Q-Ball y el comandante Walsh! Esto es intolerable.

—Me temo que eso no va a ocurrir. Intenté avisar a Q-Ball, por mero deferencia profesional, pero no me escuchó. Está demasiado enterrado en su orgullo como para aceptar una crítica. Entonces me pregunté si esta situación me beneficiaba en algo. Concluí que sí.

—Exijo a Walsh y a Q-Ball.

—Ya le he dicho que eso no va a ocurrir.

—¿Ah, no? ¿Y qué va a hacer, Nagata? ¿Perseguirme con su Volkswagen flotante a la increíble velocidad de crucero de tres kilómetros por semana?

Doc se levantó tirando la silla y aceleró el paso hasta la salida. Tras él, un sonido metálico restalló y se prolongó durante unos segundos. Era un sonido parecido al de piezas metálicas encajándose. No prestó atención y continuó hacia adelante sin mirar atrás imaginando que el aquel enorme féretro metálico corroído y cubierto de polvo había comenzado torpemente su persecución echando abajo todo lo que encontraba a su paso.

Algo agarró a Doc por la espalda y lo levantó del suelo. El mundo se volvió del revés. Su cuerpo fue lanzado con enorme facilidad hacia una pared de la estancia. El impacto contra el muro le despertó. Todo había ocurrido en una fracción de segundo y casi no le había dado tiempo a asimilar que estaba bocarriba con los pies apoyados en una pared. El dolor de la espalda le estaba matando, pero sabía que no había nada roto. Su instinto de supervivencia surgió de la nada dando un salto mortal.

Actuó con rapidez y desenfundó su arma mientras se orientaba y daba la vuelta. Se parapetó detrás de una mesa volcada y se asomó apuntando con su arma. Al otro lado, un ser de metal resplandeciente y con forma antropomorfa avanzaba sin contemplaciones hacia él.

Doc apretó el gatillo, pero falló. El ser se había movido con la rapidez de un rayo y había esquivado el disparo prácticamente a bocajarro del arma de Doc. Su contrataque no se hizo esperar y el ser agarró una silla y la proyectó contra el parapeto de Doc. Después lanzó otra, y a continuación un pedazo de mesa. Alrededor de Doc, los proyectiles del ser metálico impactaban y mermaban su endeble defensa provocando una lluvia de serrín, virutas y pedazos de madera falsa.

Se envalentonó y volvió a asomarse para disparar. El ser estaba junto delante de él y apartó el cañón del arma con un manotazo de una poderosa mano articulada semejante a la humana. Doc creyó que se le habían roto los dedos cuando su arma salió despedida de su mano. Desesperado, lanzó un puñetazo directo con su otra mano a lo que creía que era el cuerpo-cabeza de su contrincante. Estaba achaparrado en la parte superior de su torso, pero llegaba fácilmente a los dos metros de altura. Sintió el dolor agudo de sus nudillos estrellándose contra la placa metálica. El ser le agarró con un brazo por la pechera y levantó el cuerpo humano con la levedad con la que alguien levantaría un triste cojín de trapo.

Doc luchó con todas sus fuerzas golpeando y pateando a aquella cosa. Cuando quiso darse cuenta, otra vez su cuerpo estaba desplazándose sobre una pared como si fuera un trozo de pizza. El impacto, esta vez de frente, había sido terrible. Intuía que se había roto la nariz y apenas podía respirar por el golpe de su pecho contra la pared, que había provocado que sus sorprendidos pulmones dejaran escapar el aire que contenían a duras penas.

El ser le dio la vuelta y asió sus dos muñecas con una mano, mientras que con la otra le arrebataba la placa.

Doc abrió los ojos y se fijó en la estructura metálica que le estaba segando la vida. A lo mejor fue su imaginación, pero observó que una pequeña ventana metálica se abría a la altura del borde superior del torso, y juraría que pudo ver un fragmento de un globo de cristal lleno de líquido verde sobre el que flotaba un pedazo de cerebro.

—Le he dicho que va a trabajar para mí, patrullero — La voz provenía del interior del ser—. Le guste, o no.

Doc notó el pinchazo de una aguja en un lateral del cuello.

—Ahora, duérmase, jovencito. Cuando despierte, nada de esto habrá sido real. Ya nos inventaremos algo para que se quede tranquilo.

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Libre interpretación de The Adventures of the Galaxy Rangers

En el año 2086, dos pacíficos extraterrestres viajaron a la Tierra buscando nuestra ayuda. En agradecimiento, nos dieron los planos del primer hiper impulsor, lo que permitió a la humanidad abrir los caminos a las estrellas. Así se reunió después un equipo selecto que protegería a la Alianza planetaria; exploradores valerosos, devotos de los más altos ideales de justicia, y dedicados a preservar ley y orden en la nueva frontera.