Episodio 20. Get born again.

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Q-Ball no pudo apartar la mirada de los monitores. Las cámaras de los drones emitían una vista aérea de la marcha de sus ingenios a través de la espesa vegetación. La impresión de lo ocurrido hacía estragos en él y en los demás.

No deseaba mostrar emoción alguna rodeado de tanta gente, así que se levantó de su sitio y salió por la puerta del remolque que hacía las veces de laboratorio móvil. El sol le cegó al abrir la puerta.

Caminó en silencio hacia el lugar de encuentro señalizado. Sus ingenios no tardaron en llegar. Los afanados colaboradores se pusieron manos a la obra y enchufaron una serie de cables y mangueras de mantenimiento a los robots. El sonido de los pitidos de los ordenadores llenó el aire de una vibración antinatural. Q-Ball sintió un temblor en sus dedos. Necesitaba evadirse por un instante.

Q-ball inhaló el aire limpio y puro que barría la playa junto al lago. Caminó despacio sobre la arena mezclada con pequeños guijarros y divisó el horizonte regado por el borde de las aguas negras. Una triste marea apenas alanzaba para lamer la tierra y los guijarros bajo sus pies y producía un suave susurro que, a pesar de su levedad, extrañamente serenaba todos sus sentidos. Se regocijó en aquella calma. Amplificó el sonido del agua gracias a sus receptores auditivos para llenar la realidad con el rumor constante y sereno. Los rayos calientes del sol templaron su piel y sus gafas de visión se tintaron en negro protegiendo sus sensibles y doloridos ojos poco acostumbrados a los estragos de una luz intensa. Sus pupilas eran como cavernícolas que pasaban largas temporadas sumergidas en las profundidades del laboratorio pobremente iluminado con lámparas de luces blancas, pero se esforzó en contemplar el firmamento y a la estrella que calentaba laboriosamente aquel planeta.

Q-Ball volvió a inspirar el aire húmedo y enriquecedor del lugar. Pocas horas antes los pájaros piaban enloquecidos en su extraño lenguaje y su bello canto surcó el viento desatando una oleada de sinceras respuestas. A pesar de su corta estancia en el lugar, ya echaba de menos aquellos cantos. Desde hacía un buen rato el único sonido que recorría el bosque era el leve rumor del agua acariciando la orilla.

De repente Q-ball sintió algo cálido y húmedo en su bota derecha. Se deshizo del hechizo hipnótico de aquel idílico lugar y miró hacia el suelo. Alguien había vomitado sobre su pie. Junto a Q-Ball uno de sus ayudantes contenía a duras penas las convulsiones y las arcadas. Las fuerzas del joven científico flaquearon enseguida y vomitó como si de un volcán se tratara, expulsando los restos de un rico desayuno. Incluso trató de tragárselo, dominado por la vergüenza por haber vomitado sobre la bota de su jefe. Apretó los labios y trató de inspirar, pero sólo logró que el vómito encontrara otra vía de salida en sus fosas nasales y el grumo se vertió a chorros sobre otro de los científicos que muy voluntariosamente trató de ayudarle.

—Menudo espectáculo estás montando. Eres un flojo —señaló entre risas un general militar presente. Sacó una petaca de un bolsillo y le dio un rápido sorbo sin disimular demasiado.

—¿A qué se debe todo esto? —preguntó Q-Ball a Gonzalez, su analista en jefe.

—Algunos de nuestros efectivos humanos no están preparados para enfrentarse a tanta crudeza, señor. Lo solucionaremos en breve.

Gonzalez llevaba años junto a Q-Ball y sabía que prefería la verdad a la mentira. Miró con atención a su jefe científico y suspiró porque sabía de sobra qué es lo que iba a ocurrir.

—Creía que se les había explicado claramente y sin paños calientes los detalles del escenario de estudio, Doctor González.

—Eso hicimos, señor.

—Pues no ha funcionado, doctor Gonzalez.

—Sí, señor. Lamento el incidente. De todas formas, señor, quisiera señalar que los sujetos 2, 5 y 6 han tenido un comportamiento extremo. Difícil de asimilar para mentes ingenuas, señor.

—Ya veo, doctor Gonzalez. ¿Sugiere usted que tal vez mi entrenamiento con mis hombres ha quedado en entredicho debido a mi falta de previsión sobre el nivel de violencia desatada por los sujetos robóticos desplegados en el planeta?

—No, señor. Sugiero que no hay una masterclass que prepare a alguien para extraer datos de los sujetos robóticos con un interfaz activo enchufable cuando dichos robots se han colgado trozos de vísceras de sus víctimas a modo de trofeos de batalla.

—Joder, a mí me ha parecido la hostia —soltó el general casi doblado por las risas.

—Anoto su sugerencia —continuó Q-bal obviando el comentario del militar—, doctor. Gracias por advertírmelo. Tal vez para el siguiente escenario deberíamos plantearnos reclutar gente más curtida.

—Procuraré tener más cuidado, señor.

—A pesar de estos casos de fragilidad, ¿tenemos datos?

—Muchos, señor.

—Bien. Deléiteme con los detalles hasta aburrirme.

—Ah, ya empiezan los datos absurdos —protestó el general—. Si me disculpan, voy a ver in situ el horror que han sembrado sus máquinas avanzadísimas; que son lo más parecido que he visto a la barbarie medieval en mi vida. Putos científicos.

Las risas del general desaparecieron tras la loma de las dunas de la playa. Los dos científicos se habían retirado hacia la enfermería. Q-Ball y el doctor Gonzalez miraron hacia los seis robots Wang que permanecían estáticos e inertes clavados sobre la arena de la playa.

Su carcasa en blanco nuclear estaba teñida por un líquido denso y viscoso de color azul. Algunos de ellos tenían vísceras colgando a modo de trofeos, tal y como había señalado Gonzalez. Lo curiosos es que las máquinas habían elaborado collares con lianas y los trozos de carne a modo de cuentas y se los habían colgado de sus cuellos con la intención de exhibirlos. Q-ball achacó ese detalle a un eco de la programación histórica que se les había insertado a modo de ilustración a las inteligencias artificiales. Un fantasma en el proceso que se había adueñado de sus actos y que había producido esta exhibición innecesaria de crueldad moralmente reprobable. Aunque Q-Ball se corrigió a sí mismo y pensó que, tal vez, no había crueldad excesiva ya que los sujetos eviscerados ya estaban muertos. Tal vez tuviera que ver con rituales como los que llevaban a cabo los indios de la extinta Montana o Wyoming. Se hizo una nota aparte para estudiar aquello porque de todas las maneras no tendría que haber pasado en absoluto. No culpó al pobre idiota que había vomitado.

En las metálicas manos de los robots todavía eran evidentes los rastros de piel desgarrada y músculos arrancados de cuajo. Q-Ball levantó la mano del número 4 y observó con atención. Entre los dedos de la máquina parte de un globo ocular apuntaba hacia el científico. El ojo hinchado y envuelto en sangre azul parecía escrutarle desde la muerte, tal vez incluso le estuviera juzgando.

—Quiero ser claro, señor —dijo el doctor González—. Tengo mis reservas hacia nuestra labor aquí. Tal vez debieras sustituirme. Buscar un reemplazo más a tu gusto.

—No me llames señor, estamos solos, Ramón. Llevo cinco años compartiendo sabiduría contigo, Ramón. He acabado por conocerte y sé que te odias por lo que está ocurriendo aquí. Tal vez, a mí también me odies.

—Reconozco que es un sentimiento que me está asolando el corazón.

—Te entiendo, Ramón. Tu corazón es tan grande que ese sentimiento tiene perfecta cabida. Sinceramente, no estoy cómodo con nada de esto —dijo Q-Ball intentando que sus palabras no sonaran como una confesión directa—. Sabías qué podía ocurrir aquí. Incluso has elaborado escalas para narrarlo y analizarlo objetiva y científicamente. Ojalá no hubiera ocurrido, pero así ha sido. Tenemos las manos atadas.

—Entiendo —se resignó a aceptar González.

—¿Has visto a nuestro gracioso general, Ramón?

—El general Liun Jaito.

—Pues créeme cuando te digo que lo que de verdad le haría reír hasta partirse el pecho sería pegarnos dos tiros a cada uno de nosotros, si detecta el más mínimo atisbo de traición en nuestra mirada.

—Percibo su hostilidad hacia nosotros. Por eso mismo no querría comprometer tu trabajo, Maurice. No creo que pueda seguir fingiendo mucho más. Lo que han hecho nuestros robots en ese poblado no se describe con palabras.

Q-Ball miró a su ayudante. Obvió que le llamara por su verdadero nombre porque el desasosiego y la frustración de aquel hombre le abrumaban de una manera que ni él mismo comprendía.

—Desde luego que no, es cierto —dijo con voz queda—. Tenemos las manos igual de manchadas que estas máquinas, por mucho que hayamos estado detrás de los monitores viendo la masacre en la comodidad de la distancia. Hace treinta minutos el idiota de los vómitos se veía incapaz de ocultar su satisfacción mientras algunos de nuestros robots segaban las vidas de los cachorros alienígenas del poblado. Era un poblado grande.

—He contado doscientas bajas, Maurice. Doscientos seres menos en este planeta. Su planeta. No es nuestro, por mucho que los senadores…

—No hablemos de política, Ramón. No somos políticos. No debemos empaparnos de sus miserias o seremos igual de miserables. Sé que pedirte un poco de asepsia cuando todo lo que nos rodea es sangre y fuego, es una frialdad y una inmoralidad por mi parte. Pero también te digo que estos robots que tenemos delante sirven para muchísimas cosas más que esparcir el caos. Tú mismo los has programado con personalidades y comportamientos que incluyen cualidades bondadosas que por desgracia ahora mismo deben permanecer ocultas en lo más profundo de su núcleo. El problema palpable es que no son tiempos para la virtud, Ramón. Vivimos ritmos miserables en los que la humanidad se ha cegado con la inmensidad de las riquezas que se han puesto a sus pies. Y como siempre, el oro se convierte en maldición y emergen como invocados todos aquellos para los cuales poseer el universo no es suficiente.

—Ninguno de ellos vivió el Gran Cataclismo por lo que veo. No entiendo que aquel horrible acontecimiento que casi destruyó a la humanidad no guíe nuestros pasos en el futuro.

—El recuerdo es un camino de dos direcciones. Bien pueden entenderlo y lo interpretan de una manera que ni tú ni yo compartimos.

—Ha sido una carnicería sin igual. No han tenido posibilidad ninguna de defenderse. No podemos reclamar esto como una victoria de la humanidad.

—No deberíamos medir su éxito en relación a las capacidades del contrario. Simplemente han hecho aquello para lo que han sido programadas. Y lo harían de la misma manera tanto si el oponente se defiende con misiles como con puntas de flecha.

—No había signos de que esta gente tuviera herramientas defensivas o disuasorias.

—Lo sé, Ramón. Lo sé. Por eso mismo los eligieron.

Q-Ball se sintió muy cansado. Todavía era joven para los estándares humanos, pero se sintió como si llevara siglos caminando entre sus iguales y no vislumbraba el final de su trabajo. Su rostro y su piel evidenciaban los estragos de los años de infinito esfuerzo intelectual y escaso sueño reparador. Notó un frío peso sobre sus hombros. Miró a su compañero e intentó sonreír, pero para su desgracia, la sonrisa no era algo que practicara en los últimos años y su intento quedó en una mueca algo rara.

Ramón apretó los labios y calló. Simplemente no quería seguir dándole más vueltas al asunto porque sabía que nada iba a salir en claro, más allá del hecho de su participación en una masacre. Miró su tableta de datos y se limitó a entregarla a su superior. Q-ball agarró la tableta y observó a un abatido Ramón que se esforzaba por ocultar el debate interno entre el debe y la conciencia que carcomía su corazón.

—Sé lo que piensas —dijo Q-Ball apoyando su mano sobre el hombro de Ramón en un intento de reconfortarle—. No hay solución plausible a tu diatriba. Calma. Confía en mí. No quiero contemplar el horror de tu cuerpo acribillado por las balas de esos soldados. Mi dolor estaría más allá de la pérdida de un buen ayudante.

—No hay humanidad en lo que hemos creado, Q-Ball.

—Nuestros robots no tenían elección, es cierto. Ahora mismo, nosotros tampoco. Somos máquinas, de momento.

Ramón se deshizo de la mano de Q-ball y se alejó por la dunas arrastrando sus pies buscando algo más que hacer, con la cabeza gacha y los hombros caídos. Cansado y extasiado por el terror, simplemente caminó en dirección contraria al poblado.

Q-Ball sabía que por la playa se alejaba caminando lo que quedaba del idealismo, la decencia y del sentido del progreso que habían impulsado su carrera desde su tierna infancia. Había caído en la clásica trampa del desafío científico. Llanamente quería demostrar que no había nada que se le resistiera. «¿Y para qué?», se preguntó. «Para que el hombre al que amo me dé la espalda y se aleje de mí como si fuera un apestado». Cayó en la cuenta de que su bata blanca estaba manchada de sangre azul. Contuvo las lágrimas a duras penas. La sensación de vacío era inconmensurable y aplastante. Se sentía un pelele de militares y políticos. Un miserable. Un traidor a la ciencia. Un cerdo creído y arrogante con ínfulas de superioridad y muy poco apego por la realidad. Un auténtico fraude. Un títere en manos de Montaña Beta encerrado en una jaula de oro llamada Longshot. Envidió a Negata porque aquel cabrón sí que sabía moverse entre las serpientes; tal vez porque él era la más grande de todas. Quizá aquella fuera la respuesta. Convertirse en una serpiente y morder a todo aquel que intentara manipular su trabajo. Un calor ardiente recorrió su rostro. Respiró profundamente e intentó tranquilizarse.

El sonido del agua tomó protagonismo y Q-Ball permaneció en silencio contemplando el caos rítmico de la marea negra. La tarde llegaba a su fin y el sol emprendía su huida hacia el infinito. Echó de menos el canto de los pájaros. ¿A dónde habían ido? ¿Dónde estaban el resto de animales? Llegó a la conclusión de que ninguno de ellos quiso ser testigo de lo que su obra había sembrado.

Pensó que su único refugio sería el trabajo a partir de ese instante.

Miró distraídamente los datos de la tableta y terminó por arrojarla al suelo. El aparato quedó clavado en la fina arena por uno de sus extremos. Q-Ball levantó sus gafas y pasó los dedos por sus ojos para arrastrar las insinuaciones de la tristeza en forma de agua que amenazaban precipitarse sobre los cristales.

Algo golpeó su cerebro como un conejo golpea a un coche en la autopista. Era algo que había pasado por encima, pero con el suficiente poso como para su cabeza reaccionara y reordenara las ideas. Agarró la tableta y sopló a la pantalla para apartar los restos de arena.

Pasó sus ojos por encima con avidez y curiosidad y estudió aquellos extraños datos. De repente, levantó su mirada y clavó sus pupilas sobre el número 1. Volvió a comprobar la tableta y regresó al número 1. Tiró de nuevo la tableta al suelo. Se acercó hasta el robot y se plantó delante de él.

—¿Y a ti qué coño te ha pasado?

Llegó la noche y con ella el manto negro cubrió el inmenso bosque. El silencio era desolador. La ausencia de ruido alguno causaba estragos entre la moral de los soldados. Era como si la vida silvestre del planeta se negara a interactuar con los visitantes.

Q-Ball se revolvió en su catre. Alguien le sacudía con fuerza por un hombro y se despertó. Desorientado y somnoliento abrió los ojos para contemplar a quien le reclamaba. No pudo ver demasiado porque se había quitado las gafas, y también los audífonos. Activó los sistemas de escucha cuando contempló a la informe figura que reclamaba su atención.

—Doctor, Q-Ball. Despierte, por favor.

Cogió las gafas de la mesilla y el mundo volvió a tener forma y figura. Quien le llamaba era Peter, uno de sus científicos junior; o al menos así creía que se llamaba aquel chaval pecoso, de pelo rizado y la mirada típica de no entender lo que ocurría a su alrededor que solían tener todos los recién salidos de las facultades.

—Doctor, Q-Ball. Despierte, por favor.

—Soy sordo, pero te he oído. Deja de zarandearme, por favor.

En la cama de al lado, el doctor González se había incorporado sobresaltado por las luces encendidas del cuarto y las voces de Peter.

—¿Qué pasa? —preguntó al junior.

—Lamento despertarles —dijo jadeante el chico—, pero el general Jaito reclama la presencia del doctor inmediatamente. Algo ha ocurrido en el cubil de los robots, señores.

Q-Ball y González se miraron el uno al otro y rápidamente se vistieron con los monos de trabajo. Corrieron detrás del científico junior entre los iglús y los barracones del resto de la expedición. Era primera hora de la mañana, pero ya había una cierta actividad frenética entre los soldados.

Llegaron hasta el cubil robótico, que era una especie de gran cúpula de metal articulado maleable que hacía las veces de contenedor y laboratorio de las máquinas. Tres guardias fuertemente armados vigilaban la puerta y otro estaba dentro sujetando la puerta de acceso.

Peter no les había ofrecido detalles, pero aunque lo hubiera hecho, estarían igual de sorprendidos al contemplar la horrible escena. Después de llegar hasta el puesto de mantenimiento y seguimiento operativo, se quedaron sin palabras al divisar el espectáculo que se abría detrás del cristal de seguridad. Todos los robots estaban desmembrados y esparcidos por la sala de contención. Había evidentes signos de lucha y la destrucción del lugar apenas lo hacía reconocible como laboratorio. En mitad de la estancia, apenas operativo, con severos daños en la carcasa y un brazo cercenado, el número 1 les miraba con atención. El líquido fluido brotaba de sus heridas y manchaba el blanco impoluto de su coraza.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó boquiabierto Ramón.

—Eso mismo quiero saber yo —contestó Jaito desde la puerta de entrada. Su rostro evidenciaba un sublime enfado—. Nadie ha visto nada. Nadie sabe nada. No hay nada dentro de los discos duros de seguridad.

—Bueno —dijo Q-Ball después de carraspear—. No había personal supervisando porque les di la noche libre. Ordené que los robots fueran limpiados e insertados en sus cubículos. El ordenador ejecutaría los procesos de desfragmentación de sus núcleos y la descarga de datos…

—¿Qué coño significa eso?

—Que los mandé a cama después de la cena, igual que hice con mis científicos. No había motivos para que no descansaran y más después de lo vivido ayer.

El general Jaito gruñó y casi se pudo masticar la desconfianza que sentía hacia los científicos.

—Bueno, buen doctor Q-Ball —su voz estaba cargada de bilis—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Entramos ahí dentro y abatimos a esa anomalía?

—No hace falta que ponga en riesgo la vida de sus hombres. Entraré yo.

—¡Q-Ball! —exclamó alarmado el doctor González—. Puede hacerte pedazos. ¿Te has vuelto loco?

—No creo que vaya a atacarme.

—¿Ahora eres psicólogo de robots? ¿Cómo coño puedes saberlo?

—Confío en él, Ramón.

—Claro. Por supuesto. Él verá en ti a su creador, o alguna otra epifanía de esas. ¿Estás chalado? Los hombres de Jaito pueden ocuparse.

—Esto me está divirtiendo, la verdad —se jactó el general sonriendo—. Pero ya les digo que si tengo que intervenir, pienso llenar este sitio de ZC6 y lo freiré hasta que no quede ni un tornillo.

—Ya le has oído, Q-Ball. Vámonos —reclamó nervioso González. Quería parecer un profesional, pero el miedo se había apoderado de él. Se giró hacia el científico Junior—. Tú. Izan, Peter, Hassan, cómo sea tu puto nombre: recoge todo lo que puedas de esos discos y servidores y salimos de aquí.

—Nadie toca nada —sentenció el general en tono amenazante—. Tengo a un soldado trasteando en los registros de datos extraídos ayer después de la operación. Como vea algo raro, empezarán las preguntas incómodas.

—Esta sala es un peligro. Ese robot sigue activo —señaló Ramón algo nervioso.

Un soldado entró portando una tableta de datos. Q-Ball pensó que debía tratarse del encargado de los datos enviado por el general. Notó cierto sudor frío en la espalda. El temblor de manos regresó y trató de disimularlo metiéndolas en los bolsillos de su mono de trabajo.

—Mi general —dijo en alto el soldado—. He encontrado una anomalía en la ejecución de un parámetro de personalidad en el robot número 1, general. Es una anomalía que logró imponerse a su programación original, a mi juicio. El nombre del archivo es «Protocolo BETA78».

—¿Qué mierda es esa, doctor Q-Ball?

—El protocolo Beta78 es un protocolo más de los miles que se ejecutan dentro de sus cerebros —respondió con tranquilidad el doctor.

—Es mi protocolo de personalidad —dijo secamente Ramón. Todos se le quedaron mirando.

—¿Y bien? —preguntó el general.

—Nada que añadir, general —comenzó a decir Q-Ball hasta que el general levantó el dedo y se lo puso frente a los labios ordenando silencio.

—Es un protocolo de personalidad, pero no estaba operativo. Es un protocolo latente.

—Pues no está latente, doctor González —dijo sonriendo Jaito avanzando hasta situarse frente a Ramón González. El ayudante sintió el aliento caliente del militar.

—No sé qué decir, yo…

—El protocolo se ejecutó durante la misión —intervino el soldado. A él también le temblaban las manos como evidenciaba el bamboleo de la tableta que sostenía.

—Nadie intervino externamente en los robots durante la misión, general —dijo en voz alta Q-Ball interponiéndose entre el general y su ayudante.

—Los datos señalan que el programa se expandió después de la llegada al campamento, señor —añadió el soldado cuyo temblor era cada vez más incontrolable.

—¿Ha manipulado al número 1, doctor González? —preguntó el general—. Y se lo pregunto una vez, doctor. Ninguno de mis chicos es tan listo como para cambiar una programación de un robot tan complejo. Y tampoco es que sus chicos sean mucho más listos que los míos, y desde luego tienen menos cojones para hacer semejante cosa delante de mis narices. En cambio, usted doctor tiene la inteligencia y desde luego el coraje suficiente.

—Yo no he hecho nada, general. Le aseguro que…

Dos detonaciones sobresaltaron a los presentes. Todo ocurrió en menos de una fracción de segundo. Ramón cayó al suelo agarrándose lo que quedaba de su torso. El general guardó su pistola automática reglamentaria humeante dentro de la cartuchera. Q-Ball y todos los demás se habían quedado congelados y paralizados por el miedo. Hasta el soldado había soltado la tableta del miedo que lo había poseído.

—Olía a traidor. Sonaba como un traidor. Andaba como un traidor —sentenció Jaito.

Q-Ball miró aterrado el cuerpo sin vida de Ramón. De hecho, el mundo entero había desaparecido a su alrededor y sólo quedaba aquel frágil cuerpo bronceado por el sol y que tantas veces había cubierto con crema protectora en las playas de Groenlandia. En sus oídos todavía resonaban los ecos y los pitidos de las detonaciones de la pistola amplificados por sus implantes auditivos. No lloró. Ni siquiera tuvo tiempo de exclamar un triste grito de dolor. Sabía que si se movía hacia él era hombre muerto. Deseó con todas sus fuerzas que alguien cerrara los párpados de su amor caído. Que alguien evitara que aquel bello hombre siguiera contemplando el horror que solía acompañar a la humanidad, estuviera en el planeta que estuviera. Tenía ganas de escuchar a los pájaros cantar. Quería volver a estar en la playa con Ramón.

—Marchaos todos —ordenó Q-Ball—.Hay que desactivar al robot.

—Esta sí que es buena —dijo el general.

—Ya me habéis oído. Soy el jefe de esta expedición y os he dado a todos una orden.

—Ni hablar, doctor —replicó el general Jaito—. No pienso dejarle aquí. Necesito una explicación y voy a averiguar la verdad de lo ocurrido. Además, si le dejo solo con esa cosa y le asesina, los jefes me van a envolver en papeles durante años a mi regreso a la Tierra. En cuanto al doctor González, creo que aguantaré la bronca.

Q-Ball ignoró el comentario del general.

—Peter —reclamó Q-Ball al científico junior—. Te llamas Klaus, ¿verdad?

—Eso es, doctor —dijo con voz queda y cabeza agachada el joven científico.

—Saca de aquí el cuerpo del doctor González, por favor.

—No vas a mover nada, pequeño —ordenó el general—. Se queda aquí hasta que lo saquen mis hombres.

Q-Ball se limitó a invitar a Klaus a que saliera junto con los demás. Cuando todos salieron, volvió a mirar el cuerpo caído aprovechando que el general cargaba su arma.

Cuando se cerraron las puertas, en la sala quedaron el general Jaito y Q-Ball. El doctor tecleó unos comandos en la consola central y desbloqueó los sellos de seguridad del túnel de entrada al cubil de los robots.

Una puerta de acceso se abrió. Q-Ball entró al pasillo descontaminante y esperó a que Jaito le siguiera. El general se encontraba ocupado enganchando dos granadas a cada lado de su chaleco antibalas. Había unido las anillas de los pasadores de seguridad de las dos granadas con un hilo colgante. Miró sonriendo al científico.

—Es la Póliza del Hombre Muerto —se jactó—. Ni siquiera esa cosa podría soportar el impacto conjunto de estas pequeñas cabronas.

Q-Ball esperó pacientemente a que el general terminara su pequeña preparación para la inmolación. Se abalanzó sobre una de las tabletas de datos de la pared con la esperanza de poder consultar los datos referentes a la sinapsis del robot número 1. Pretendía encontrar pequeños trazos de actividad en las neuronas del robot lo suficientemente fuertes como para reaccionar a las palabras y a las órdenes. Tras varios intentos de conexión, desistió; los daños de los aparatos dentro de la sala le impidieron continuar.

—No entre con la pistola en la mano —advirtió Q-Ball—. Si nos ve como una amenaza directa no habrá margen de actuación.

—Como esa cosa mueva un muelle, el que va a actuar soy yo.

Entraron en la sala despacio. Q-ball encabezaba la marcha con las manos y los brazos levantados. El robot los siguió con la mirada.

—Numero 1. Inicia modo estático de reparación. ¿Me oyes?

No hubo respuesta. El robot se limitó a seguir con la mirada la intrusión de los dos humanos.

La sala era un caos de mesas rotas, ordenadores destripados, partes del techo caídas y esparcidas en todas direcciones, todo ello salpicado con piezas y pedazos de robot. Q-Ball concluyó que la batalla debió ser terrible y que el ruido generado debió ser amortiguado por el compartimento estanco y las gruesas paredes blindadas del cubículo.

—Modo estático, número 1. ¿En ejecución?

—Ejecutando —respondió el robot con una voz chirriante y distorsionada para sobresalto de ambos humanos.

—Casi me cago encima, Q-Ball —dijo alarmado el general—. Esa cosa habla.

—Todos hablan, general. Es una ayuda importante en parte de los procesos de aprendizaje.

Q-Ball se plantó delante del robot y logró enchufar una tableta de datos al módulo de entrada de la cabeza del robot. Además ejecutó un programa de enlace desde su chip emisor interno con la misión de enlazar su núcleo de datos con el núcleo de datos del robot.

El general se acercó hasta ellos y miró al robot con atención.

—Sus chicos no lograron quitarle toda la sangre de aquellos seres.

—Es posible. También ha fluido vital de robot por todos lados.

—Vaya bestias que construye doctor.

—Así lo quiere Montaña Beta, general.

—Su amigo no nos ha hecho ningún favor. Van a cagar ladrillos los de las altas esferas y nos van a caer encima.

—Usted ha asesinado a mi amigo.

—Joder, es verdad. Le estoy dando vueltas y creo que me he excedido. ¿Qué le vamos a hacer? Me parecía culpable, la verdad.

—¿Se lo parecía? Tal vez las tres botellas de licor que vacía todos los días no le ayuden a aclarar su juicio.

—Ya está bien. Su amigo era un traidor. Lo confesó todo antes de morir en su intento de fuga.

—¿Eso le contará a Montaña Beta?

—Eso le contarán todos mis hombres y los suyos a Montaña Beta.

—Pagará caro su asesinato.

—¿Qué quiere decir, doctor?

—Que con respecto al protocolo del robot sí que hubo una anomalía no programada.

—Explíquese.

—Se activó sin ninguna intervención externa. Es un protocolo de ética y moral, general. Este robot no logró matar a nadie. Estuvimos tan ocupados con todos los demás que no nos fijamos en que esta unidad estuvo corriendo de un lado a otro intentando poner a salvo a todo el que pudo. Cuando todo hubo acabado, simplemente se colocó en formación con los demás y regresó a la base.

—Mentiras. Yo veo sabotaje, doctor. Y creo que González no era el único con pelotas para ejecutarlo.

—No, general. El sabotaje vino después. Lo elaboré yo. Ordené a este robot que desconectase a los demás mientras dormían. Simplemente creo que las demás unidades despertaron su instinto de supervivencia y hubo una batalla campal aquí dentro. Aún así, ha tenido éxito en su labor.

—Voy a matarle, doctor. Pero primero le llevaré ante un tribunal militar. Le van a despellejar vivo. Deseará que hoy le hubiera disparado como el cerdo de su amigo.

—Número 1. Hazme un último favor, te lo ruego. Rómpele el cuello al general.

Número 1 lanzó el canto de su mano a una velocidad imperceptible para el ojo humano contra el cuello del general. Se escuchó un chasquido seco y el cuerpo del general se desplomó sobre el suelo como si fuera un saco de boxeo al que le hubieran segado la cuerda. Q-Ball se agachó junto al general y escuchó una leve y débil respiración.

—Sigue vivo. Mucho mejor.

Se incorporó y regresó junto al robot. Introdujo un brazo dentro de la carcasa torácica del robot y hurgó entre cables, órganos sintéticos y motores. Extrajo una memoria de núcleo y se la enseñó al propio robot.

—Esto eres tú. Esto eres tú ahora mismo con el protocolo de Ramón corriendo por tu ser. Te prometo que te reconstruiré y no tocaré ni una coma de lo que eres ahora. Todo será igual, excepto que tendrás un nombre. ¿Qué te parece BuzzWang?

El robot asintió.

—Te veré en breve. Te lo prometo. Sé que llevas a Ramón en tu interior. Me daré prisa en reconstruirte.

Se giró hacia el general.

—No se levante. Sé dónde está la salida, general. No se mueva. Le va a encantar lo siguiente. Se va a partir de risa.

Q-Ball miró de nuevo a Ramón. Se acercó hasta él y se agachó. Cerró despacio los párpados de su amigo y le dio un beso en los labios.

—Te quiero. Sólo lamento que no me hayas escuchado nunca decírtelo.

Q-Ball se proyectó contra la pared. Asestó un cabezazo a un panel cercano y salió corriendo del cubil. Cruzó la puerta jadeando y gritando.

—¡Ha matado al general! —gritó con toda la fuerza y rabia que tenían sus pulmones—. ¡Acabad con él!

Los soldados se movieron por impulso y entraron como rayos dentro del cubil. Sonaron las ráfagas interminables de sus fusiles de asalto. Uno de ellos dio la orden de desalojar el edificio. Todos salieron y varios de ellos lanzaron granadas en el interior de la estancia. Unos segundos después todo explotó. Una enorme bola de fuego consumió el edificio a tal temperatura que el material con el que estaba construido el lugar se derritió por minutos.

Q-Ball observó las llamas mientras era atendido por los servicios médicos. El fuego parecía purificador. Era como una señal para un nuevo comienzo. Quería hacer algo bueno de verdad. Todavía no sabía el qué, pero el tiempo le indicaría el camino. Abrió la palma de su mano y allí estaba la memoria que contenía la esencia del nuevo Buzzwang.

Pensó en los pájaros. Pensó en Ramón. Pensó y pensó. Y llegó a la conclusión de que no se dejaría abrazar por nadie más en esta vida, simple y llanamente porque no se lo merecía.

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Libre interpretación de The Adventures of the Galaxy Rangers

En el año 2086, dos pacíficos extraterrestres viajaron a la Tierra buscando nuestra ayuda. En agradecimiento, nos dieron los planos del primer hiper impulsor, lo que permitió a la humanidad abrir los caminos a las estrellas. Así se reunió después un equipo selecto que protegería a la Alianza planetaria; exploradores valerosos, devotos de los más altos ideales de justicia, y dedicados a preservar ley y orden en la nueva frontera.