Episodio 15. Tiempo para festejar.

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Para un kiwi, no había nada más satisfactorio que dar de comer a los amigos.

La fiesta había sido improvisada por el capitán Foxx, pero estaba siendo un éxito. Zozo fue el primero que se ofreció a cocinar para todos los invitados y el capitán accedió aliviado de que le se le descargara de aquella pesada carga.

Zozo portó el enorme puñado de naranjas ácidas hasta la parrilla caminando entre los invitados y con buen cuidado de que ninguna naranja cayera al suelo. Las dejó sobre la mesa y comenzó a cortarlas en rodajas finas para echarlas sobre la brasa; serían el acompañamiento ideal para la carne de búfalo que vibraba chorreante de grasa sobre el carbón.

El ambiente distendido era un alivio refrescante sobre las pesadas cargas y tensiones del día a día en la lucha por conservar la paz y la justicia en los confines de la galaxia. Todos parecían estar pasando un buen rato, incluso Waldo que se había animado a deleitar a los presentes con su imitación paródica del doctor Nagata: en la que se tumbaba rígido de espaldas sobre un taburete con ruedas y se impulsaba con una pierna.

—Mi mujer, bla, bla. Mi mujer, bla, bla— balbuceaba Waldo por todo el jardín sobre el taburete provocando la risa de todos.

Zozo se concentró en la preparación de la comida. Había escuchado alguna queja sobre la enorme cantidad de hamburguesas ingeridas por los comensales, pero siempre había hueco para un poco más, según la mentalidad kiwi.

El secreto para que la carne quedara perfectamente jugosa y exactamente en su punto estaba en mantener el calor de la parrilla a una temperatura constante; o eso era lo que le explicaba a todos los que le preguntaban. En realidad, aquello era cierto, pero nunca completaba su explicación con el verdadero toque que le otorgaba el delicioso sabor que tanto estaba gustando: su preparado de hierbas y aceites, receta ancestral y secreta que jamás debía revelarse a ningún extranjero. Un kiwi, una salsa.

—¿Cuándo celebráis el día de la victoria?

Zozo agitó la cabeza como si despertara de un breve sueño. Como surgido de la nada, el joven Foxx le miraba con sus vivos ojos azules, portando un zumo en un vaso y devorando una hamburguesa.

—¿Cómo dices, joven Zachary?

—Digo que qué día del año kiwi señala el día de la liberación. El día en el que os librasteis del yugo esclavista de la Reina de la Corona en Kirwin.

—Bueno, no hemos vencido a la Reina, simplemente la echamos de Kirwin. No es lo mismo, buen Zach.

—Claro, por supuesto, pero suficiente para que sea un día de alegría. Kirwin sin la opresión del Imperio se merece una fiesta, ¿verdad?

—Sí, un día grande debería ser.

—¿Hacéis desfiles militares para celebrarlo? Me hace gracia pensar en miles de kiwis desfilando con rifles de asalto y saludando a la bandera. ¿Tenéis bandera?

—No, no tenemos bandera, joven; ni día de la victoria, me temo.

Zozo sonrió al chico y se centró en terminar de cocinar la hamburguesa de carne. Se había descuidado con la distracción del humano y la temperatura de la parrilla había subido demasiado. Impaciente junto a él, Foxx Jr. seguía esperando una respuesta. Los demás invitados revoloteaban alrededor de ellos y Zozo deseó con todas sus fuerzas que alguno de aquellos glotones secuestrara al joven Zachary y le librara de aquella inquisitiva mirada azul.

—¿Qué clase de identidad racial tienen los kiwis si no creáis espacios o hazañas que compartir?

—¿Identidad racial? Somos kiwis; con eso nos basta, supongo. No tenemos día de la victoria, joven Zach. Hay mucho que hacer todavía. Verás, es como esta hamburguesa medio cocinada—dijo señalando la carne de la plancha—: si te la diera ahora es probable que disfrutaras del sabor intenso de la carne muy poco hecha. Pero con el tiempo, la tenia o cualquier otro bicho o bacteria de la carne te devoraría por dentro y te mataría. Y todo por no esperar un minuto más. Un único y simple minuto más de cocción. ¿Comprendes?

—No, mucho, la verdad. Me encantan las hamburguesas poco hechas. Que corra la sangre de la carne y cubra el queso fundido y que se empape el pan de color rojo. Esa sangre sabe a miel y azúcar. Cuando sea soldado creo que me beberé la sangre de mis enemigos.

—Eso es perturbador, amigo Zach. Seguro que serás un gran guerrero en el futuro, pero no creo que sea buena idea beber la sangre de nadie.

—He oído que en Kirwin tenéis otras costumbres con respecto a vuestros enemigos. Se dice que cortáis sus…

—Pequeño Zack, creo que estás mal informado, pero no pasa nada. El pueblo kiwi es un pueblo pacífico, lleno de buenos valores y repleto de amor. Su único anhelo es vivir en paz y en armonía. Tenemos mucho que compartir y ofrecer a nuestros queridos vecinos humanos.

—No soy pequeño, embajador. En una semana haré las pruebas de acceso a para la Academia Militar. En cinco años seré oficial, y en tres más de especialización espero estar al frente de un batallón. Lucharé junto a ti, embajador Zozo, para que el pueblo kiwi tenga la paz tan deseada.

—Disfruto mucho del ímpetu de la juventud, Zach, pero la guerra no es como crees. Tu pueblo humano lo sabe muy bien. Pregunta a aquellos de más edad, seguro que tienen mucho que enseñarte.

—Habladurías de viejos cobardes. Nada es más grande que el honor de servir a mi planeta; como hace mi padre desde mucho antes de que yo naciera. Una y otra vez lo vemos en las tabletas de datos: la Galaxia nos necesita. La Liga de Planetas nos ha llamado.

Zozo tuvo un rápido pensamiento tras escuchar a Zachary Jr: aquel chaval criado entre flores olía a cadáver. Reconoció que lo de beber sangre no se lo esperaba, pero dudaba de que tuviera el estómago y los arrestos necesarios para enfrentarse a nada más vivo que aquella hamburguesa. Zozo sonrió al joven y volvió a concentrarse en su parrilla.

—Recuerdo que hace poco me hablabas de Arte y Literatura —le dijo intentando cambiar de tema—. Querías recuperar las obras perdidas durante el Gran Desastre de la Tierra.

—Bobadas de niño pequeño, embajador Zozo. Casi me da vergüenza recordar esas fantasías. Esa es una labor para gente como Niko. Mi padre me dijo que era arqueóloga en otra vida. La lucha tiene ahora toda mi atención.

—No eran bobadas, pequeño Zach. Es un trabajo importante para tu pueblo. Ha sufrido mucho en otras épocas y mucho se perdió por el camino.

—Mi pueblo tiene que luchar en tu guerra, embajador. Nada nos detendrá, y entonces sí tendréis un día de la victoria que celebrar.

El chico encontró algo mejor que hacer torturando a su hermana pequeña y se alejó de la parrilla. Las risas y las conversaciones alegres llenaban el ambiente. Pero la desazón se había apoderado de Zozo. Las palabras del chaval habían hecho mella en él trayendo a su memoria recuerdos oscuros de días pasados.

Zozo dio la vuelta a una hamburguesa con la espátula. Retiró aquellas que consideraba listas y lanzó a las brasas las naranjas amargas violáceas. Su jugo chorreante chisporroteaba al contacto con el carbón.

Miró a los sonrientes humanos y se sintió incómodo. Los kiwis comían carne, pero no tanta como los humanos; ni por asomo. Cada animal sacrificado para alimentar a los kiwis era un tributo que debía ser recompensado a la Naturaleza. Pero aquellos humanos devoraban insaciablemente cualquier cosa que tuvieran delante, y lo peor de todo era contemplar los cadáveres de platos medio llenos abandonados por todo el jardín. Era como si la comida fuera un regalo que se merecían. Era como si no se dieran cuenta del coste real de todo aquello que los alimentaba. Era como si no recordaran que hacía menos de una generación que los separaba del hambre y la miseria.

Zozo pensó en aquel día de la victoria. Lo tenían. Claro que lo tenían, pero deseó no tenerlo. Apretó con fuerza el mango de la espátula y cerró los ojos. Quería concentrarse para esquivar los recuerdos. Las brumas de la nostalgia llegaron con el olor de la tristeza. La felicidad del momento se evaporó y sólo quedó la niebla en mitad de una fría noche. Para Zozo no había amanecido desde aquel día.

Todo era dolor, demasiado dolor para un kiwi. Sus antepasados escribieron sobre los siglos de la abundancia; sus abuelos hablaban de la grandeza de su reino; sus padres narraban sus hazañas en las fiestas a pesar de las desgracias, pero él sólo conocía el dolor en un Kirwin sometido hasta su última brizna de hierba bajo el aplastante pie de la reina. Sin lugar para la risa. Sin lugar para el amor. Simplemente, sin un lugar que llamar hogar. Y contra aquello Zozo se rebeló. Y Zozo tuvo su día de la victoria, pero a qué precio.

Le tendió la espátula al primer humano que pasó por allí y le pidió que le sustituyera al mando de la parrilla.

—Encantado, embajador —le contestó Gooseman.

Caminó a grandes zancadas al interior de la casa y se refugió en un cuarto de baño. Echó el pestillo y apoyó la espalda contra la pared. Le dolía el pecho y tenía un nudo en la garganta.

Sabía de sobra que la ansiedad ganaba terreno en su interior, y no era nada nuevo para él. Desde que llegó a la Tierra hacía más de veinte años, se habían repetido aquellos episodios. Se mentía una y otra vez a sí mismo creyendo que los tenía controlados, pero un pequeño rumor en lo más profundo de su cerebro chillaba desesperadamente para que buscara ayuda. Se maldijo por no traer consigo su pequeño estuche con los viales de hierbas para aquellos casos: la anestesia anímica era la única solución que había encontrado por el momento.

«Sólo has pensado en los malditos condimentos para la comida, idiota», se reprendió a sí mismo.

«¿Mereció la pena?», se preguntó recorriendo los finos hilos de los recuerdos que lo llevaron hasta aquellos convulsos días.

Las caras de carnes derretidas, las miradas congeladas en el tiempo, las bocas abiertas por las que se escaparon los últimos suspiros de vida.

«¿Teníamos más alternativas?», se preguntó.

Retorcidos cuerpos diseminados por las estrechas calles de la ciudad. Los gritos desgarradores apagándose en quejumbrosas gargantas. El sonido de las suplicas ignoradas flotando en el aire. Todo era demasiado vívido. Su pelaje se erizó y el nudo en la garganta le oprimía de tal manera que creía que lo estrangulaban dos fuertes manos.

«¿Teníamos más opciones?», se preguntó.

El Consejo y la Liga no tuvieron más que palabras de agradecimiento, porque ninguno de ellos soñaba cada noche con los caídos aquel día de la victoria.

«Una vez más, el chico listo del fondo de la clase nos ha ayudado a solucionar el problema», clamó al aire un antiguo compañero brabucón del colegio para vergüenza de Zozo.

¿De verdad fue una victoria? Aquel día cayó rápidamente en el saco del silencio. Se guardó en el lugar reservado para los temas incómodos. Nadie quería mencionarlo, nombrarlo, sacarlo a colación, insinuarlo, debatirlo, y menos aún, celebrarlo.

«¿Merecía morir?», se preguntó.

Las lágrimas brotaron en cascada. La pena había conquistado su corazón y el desconsuelo rompió la presa de contención de sus emociones.

—¿Cómo pude hacer aquello? ¿Cómo pude? — susurró con rabia contenida. La dificultad para respirar ahogaba su llanto y su voz quedó convertida en un grito en el vacío.

No había marcha atrás en su cabeza. Los dolorosos y tormentosos recuerdos aplastaron cualquier atisbo de frialdad o cordura. Las penosas emociones afilaron sus cuchillos y Zozo no tuvo más opción que rendirse. Las fuerzas le abandonaron y se tumbo sobre el frío suelo de cerámica del baño. En aquel momento, su carga y su pena acabaron con él. Sentía que nunca obtendría consuelo por aquellos días.

—Lo siento, de verdad que lo lamento —volvió a susurrar entre lágrimas y saliva—. Perdonadme todos. Perdonadme por lo que os hice. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón. Perdón…

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Libre interpretación de The Adventures of the Galaxy Rangers

En el año 2086, dos pacíficos extraterrestres viajaron a la Tierra buscando nuestra ayuda. En agradecimiento, nos dieron los planos del primer hiper impulsor, lo que permitió a la humanidad abrir los caminos a las estrellas. Así se reunió después un equipo selecto que protegería a la Alianza planetaria; exploradores valerosos, devotos de los más altos ideales de justicia, y dedicados a preservar ley y orden en la nueva frontera.