Episodio 11. Jugos.

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El doctor Owen Nagata llenó el tambor de la jeringa con el espeso líquido verdoso. En su afán, notó ciertas molestias por el roce continuado del traje de contención en la cara interna de sus muslos y dedujo que probablemente tendría una buena ampolla en la zona afectada al final de la jornada. Había pasado las últimas 20 horas trabajando infatigable en el interior de la habitación limpia; algo increíble para un hombre de 71 años y tres infartos. Miró a su último becario asignado y le hizo una señal para que preparara al sujeto.

La barba rala y corta del becario no conseguía ocultar su juventud, pero ya estaba codeándose con la elite científica del planeta. Llevaba poco más de seis meses trabajando con el doctor Nagata y ya había aprendido más que en los últimos siete años de duro estudio. Y seis meses de convivencia diaria con Nagata eran un récord porque el doctor se caracterizaba por su temperamento irascible e insoportable, especialmente cruel hacia los becarios, incisivo a la hora de demostrar su inquina hacia el resto de sus colegas, y un desafecto profundo demostrado y puesto en práctica hacia los restos de la raza humana.

—¿Sabes lo que le dije a mi mujer? —preguntó el doctor Nagata moviéndose por la sala —. ¿Cuál era tu nombre?

—Erik, doctor Nagata —dijo el chico suspirando—. Todos me llaman Q-Ball, doctor.

—Pues eso Erik, ¿sabes lo que le dije a mi mujer?

Q-Ball sabía de sobra qué le dijo a su mujer; era la quinta vez que lo escuchaba en seis meses. El doctor tenía una costumbre extraña de compartir su pasado con sus colegas de trabajo. Y por lo que había dilucidado Q-Ball, no escatimaba en buenas dosis de bilis y rencor en las narraciones de sus recuerdos. Tal vez por ello no era de extrañar que el doctor careciera de amigos, familiares o personas allegadas; en definitiva Q-Ball estaba convencido de que nada vivo quería estar cerca del doctor Nagata.

Erik el becario apretó y aseguró las cinchas que sujetaban al receptor en la camilla de acero. Había que asegurar al sujeto para que los espasmos no le rompieran algún hueso o incluso las vértebras. Después apretó la mandíbula obligándole a abrir la boca e introdujo un protector bucal. Miró con atención al pobre diablo tendido sobre la camilla. A pesar de todos sus esfuerzos no pudo evitar sentir lástima. Levantó la vista y se dio de bruces con la mirada fría y áspera del doctor sosteniendo la jeringa en su mano, lista para actuar. Erik apretó la mandíbula y se tragó su empatía hacia el conejillo de indias.

—¿Qué le dijo a su mujer? —preguntó Q-Ball recuperando el hilo de la conversación, más por miedo a perder su trabajo que por curiosidad.

—Lo que le dije fue que se largara si tantas ganas tenía de ello. Y así lo hizo. Hace diez años que se marchó.

—Fueron valientes, doctor.

—Estúpidos y cobardes. Majaderos dentro de una lata de sardinas. Y no saben lo desgraciados que han sido por embarcarse en esa locura y además llevarse a mi mujer.

—Los pioneros de los viajes de larga distancia eran gente de otra pasta, doctor.

—¿Gente de otra pasta? Idiotas demasiado acojonados por lo que estaba ocurriendo en el planeta. Cobardes. Mi mujer era una bióloga. ¿Para qué sirve una bióloga en un planeta muerto de animales y plantas como el nuestro?

—¿Se sabe algo de la nave La Promesa?

—Espero que no. Odiaría volver a escuchar el desagradable pito de voz de aquella mujer. Con la suerte que tengo, lo mismo han dado la vuelta y en breve me llamarán para comunicarme su vuelta.

—¿Qué haría si ella volviera?

—¿Para qué crees que llevo este revólver en la cintura? Agarra al sujeto. Procedo a inyectar.

Aquella era otra de las muchas particularidades del doctor Nagata. Argumentaba que trabajar armado le aportaba seguridad en sus decisiones; además se aseguraba de ahorrarse las disensiones acerca de su trabajo.

El doctor Nagata introdujo la gran aguja en el cuello del sujeto, cerca de las cervicales. Apretó el émbolo y el líquido viscoso entró en el cuerpo amarrado a la camilla. Retiró la jeringa y tomó nota de la hora. No pasó mucho tiempo cuando las convulsiones comenzaron.

—Año 12 desde la primera molécula activa. Sujeto 3 de la serie Alfa. Nombre… bueno, da igual. Edad…

—Ocho años de edad, doctor.

—¿Ocho años? Caramba, eres un campeón, sujeto 3.

—Desde que suministramos a los receptores las enzimas que nos dieron los andorianos, los sujetos aguantan mejor el proceso.

—Nada que no hubiéramos solucionado nosotros, Erik. Esos seres llevan entre nosotros poco más de tres años y parece que ya se han hecho con el control de todo.

—Sí, doctor.

—Hace diez años ocurrieron dos acontecimientos históricos: uno fue que mi mujer se metió en una nave espacial para largarse a colonizar Alfa Centauri; la otra cosa fue que brotó en mi mente la idea del súper jugo biológico para modificar la constitución humana. En ambos casos la humanidad ha ganado.

—Sí, doctor.

La sala se llenó de los gritos ahogados del sujeto inoculado. Su cuerpo desnudo se retorció sobre la camilla y puso a prueba la resistencia de los amarres. Q-Ball se dio la vuelta y dejó de mirar el frágil y esquelético cuerpo molido. Su piel seca y cuarteada era como papel de fumar rasgado. Por sus venas se podía seguir el rastro púrpura del jugo bañando todos y cada uno de sus órganos. El torrente continuo de lágrimas llenas de dolor formaron diminutos lagos salados sobre la camilla. Q-Ball desconectó sus toscos audífonos y por un instante se alegró de ser sordo de nacimiento.

Miró de reojo al anciano Nagata. Se fascinó con el ímpetu y la dedicación constante e incansable del doctor. El científico contemplaba a su conejillo de indias con auténtica expectación y devoción. Sus ojos refulgían con cada cambio de estado que sufría el castigado cuerpo del chaval. Q-Ball tuvo la impresión de que el doctor mostraba signos evidentes de excitación ante el sufrimiento, o tal vez lo que le excitaba era la acción de su propio invento. El caso es que rezumaba orgullo y su frenesí le hacía comprobar una y otra vez el estado de la cámara que grababa el acontecimiento, manipulaba los instrumentos de mediciones para calibrarlos con exactitud y no permitía que nada le distrajera de su trabajo. Erik sentía admiración por la constancia del doctor, pero era incapaz de mantener fría la mente delante de aquel niño.

De repente el chico dejó de respirar. Q-Ball se lanzó sobre una máscara de oxígeno y se la puso al niño sobre la nariz. Los aparatos de medición pitaron alertando de la pérdida de constantes. Rápidamente activó la máquina para la reanimación cardio pulmonar y la situó sobre el pecho del pequeño. Cogió la máquina hipodérmica médica y le administró adrenalina en vena. Los aparatos se coordinaron telemáticamente para mejorar el proceso de reanimación.

Cinco minutos tardaron en devolverle a la vida. Abrió los ojos enrojecidos ahogados por las lágrimas y miró perdido hacia todos lados. Q-Ball suspiró aliviado y retiró la máscara de oxígeno. Consultó los datos médicos de las máquinas y consideró que se había alejado el peligro de colapso. Por un instante pensó que había sido un error arrancar a aquel pequeño ser de las fauces de la muerte; no le había hecho ningún favor.

—¿Para qué querrían a mi mujer en esa expedición? —preguntó distraídamente el doctor al aire—. Tenía 61 años cuando marchó; ni el cerebro ni la matriz le funcionaban. Era un bulto. ¿La necesitaban como contrapeso o algo parecido?

—Sujeto estable, doctor —dijo Q-Ball ignorando la cháchara—. Casi lo perdemos esta vez. Aumentar la dosis ha sido peligroso.

—Si no pueden soportarlo es que no son merecedores. Y lo que vendrá después, es peor.

—Estos son los últimos sujetos, doctor. El capitán Walsh nos lo ha advertido. Deberíamos ir más despacio. Son niños, al fin y al cabo.

—No son nada. Pertenecen a Long Shot y a sus investigaciones. Los hemos creado específicamente para este propósito.

—Eso es ahora, doctor. Este crío en particular viene de la calle.

—Aquí tiene más posibilidades de sobrevivir que en el sitio del que lo sacamos. No me interesa tu sensiblería, Erik. Aquí se viene a trabajar y punto.

—La vida está cambiando, doctor. Los alienígenas nos han traído esperanza.

—Y lo que estamos haciendo es dar esperanza a la humanidad con las oportunidades que ofrece la humanidad. Estos sujetos serán súper hombres y mujeres capaces de adaptarse a cualquier condición climática que devenga en el planeta, o en cualquiera de los futuros planetas que podremos colonizar, ahora que podemos viajar de verdad por las estrellas sin meternos en una cafetera lenta y tediosa con mi mujer al lado. Más altos, más fuertes, más inteligentes. Seremos imparables. Y todo gracias a mí y mi experimento. Hace veinte años salir a la superficie de la Tierra era un suicidio, y gracias a mi primera molécula activa pudimos alterar nuestro cuerpo para adaptarnos a esta violencia natural. Volvimos para hacerle frente a este desastre. Después se me pidió crear a un súper soldado, y lo lograré cueste lo que me cueste. Pero no puedo estar lidiando con todo este poder que se me ha dado y con su tibieza moral a la hora de implementar los protocolos necesarios para avanzar. He visto morir a 116 sujetos antes que a este, Q-Ball. No me asusta la muerte. Soy el ángel ungido y bendecido con la gloria de la ciencia y nunca agradeceré lo suficiente todo lo que estos sujetos hacen por un futuro mejor para la humanidad, pero si para cumplir con los designios con los que he sido bendecido, debo ver morir a 116 más, que así sea.

—Pero el capitán Walsh.

—Yo me ocuparé de ese político con ínfulas de militar, al igual que me he ocupado del Consejo de la Tierra. Ahora deja de lloriquear y prepara al siguiente sujeto. No nos detendremos hasta crear al más grande los guerreros que haya visto la humanidad. Trae a uno de los mayores.

Q-Ball agachó la cabeza y se concentró con todas sus fuerzas en retener las lágrimas. Consultó la lista de sujetos en su tableta de datos y aplastó sus sentimientos por un instante.

—El primero en la lista es el que llamamos Shane.

—Shane, el niño Walsh, ya veo.

—¿Cómo dice, doctor?

—Nada, perdona. Cosas mías. ¿Cuántos años tiene ya?

—Quince, señor. Nacido en súper fluido. Diez años en el laboratorio, doctor.

—Qué estúpido he sido. Él es la clave, seguro. ¿Cómo me he podido olvidar de él? En fin.

—Lo traeré, doctor. Es un poco peligroso. Llamaré a seguridad para que lo inmovilicen.

—Muy bien, Erik. ¿Me haces otro favor?

—Dígame, doctor Nagata.

—Llama a los sanitarios, por favor. Voy a sufrir otro infarto. De los grandes; lo noto. Que preparen el protocolo Nagata esta vez. Estoy harto de este cuerpo putrefacto y mancillado por mi mujer.

—Señor, doctor Nagata…

—No te quedes ahí, idiota. Voy a desmayarme y no quiero que tu fea cara de niño sordo sea lo último que vean mis moribundos ojos. Muévete, joder. Y cuando vuelva a la vida, espero que le hayas administrado la nueva dosis al espécimen llamado Shane. Maldito fracasado.

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Libre interpretación de The Adventures of the Galaxy Rangers

En el año 2086, dos pacíficos extraterrestres viajaron a la Tierra buscando nuestra ayuda. En agradecimiento, nos dieron los planos del primer hiper impulsor, lo que permitió a la humanidad abrir los caminos a las estrellas. Así se reunió después un equipo selecto que protegería a la Alianza planetaria; exploradores valerosos, devotos de los más altos ideales de justicia, y dedicados a preservar ley y orden en la nueva frontera.